Muchas veces se ha intentado en vano definir el perfil del mejor corredor de autos de todas las épocas, lo cual nos parece realmente una utopía ya que las cosas cambian tan rápido, que las posibles comparaciones quedan fuera de orbita.
Sin embargo, siempre se discutirá en el café o en la esquina, si Fangio fue mejor que Prost o si el verdadero superhéroe es el francés.
Entonces intervendrá un tercero que admirara a Jackie Stewart, otro cuyo ídolo fue Niki Lauda y, por supuesto, el que dirá que todos ellos hubieran empalidecido si Jim Clark hubiese vivido unos años más.
Jim Clark, el Escocés Volador, el piloto perfecto de los años sesenta, muerto en un accidente estúpido el 7 de abril de 1968, hace ya cuarenta y dos años, aunque nos parezca mentira a los que siempre lo tenemos presente.
Tratando de definir el clima en el que apareció la figura de este notable escocés, diremos que en 1958 se retiro Juan Manuel Fangio, que por esa época hallaron trágica muerte pilotos como Juan Behra, Luigi Musso, Mike Hawthorn (fuera de carrera) y que vivía una verdadera transición en lo técnico.
Había que limitar las potencias y de ese modo se pego un salto grande hacia abajo a fines de 1960, cuando la Formula 1 se redujo a 1500 cm3 sin compresor con un peso mínimo de 450 Kg.
Se paso de los mastodontes anteriores a coches chiquitos, muy perfilados, bajitos y de cubiertas anchas. Desde 1961 y hasta 1965 la cara de la Fórmula 1 cambio por completo.
Contrariamente a lo que se podía suponer, ya que los ingleses venían marcando rumbos, fue Ferrari quien mejor se adapto al cambio brusco de reglamento.
Su equipo, integrado por Phil Hill, Wolfgang Von Trips y Richie Ghinter domino la temporada ‘61, llegándose al final del Campeonato en Monza con Phil Hill y Von Trips luchando por el titulo.
Y en ese acto que clausuraba el primer año de los “litro y medio” entro trágicamente en escena Jim Clark. En un confuso y nunca aclarado roce en la primera vuelta, la Ferrari de Von Trips se fue contra el público y mato a trece espectadores.
El piloto alemán murió en el acto y todos los dedos acusadores marcaron a Jim Clark como el hombre que había empujado desde atrás a la Ferrari. En ese entonces no había televisión en directo ni cámaras en los lugares claves.
Todo se manejaba con mucha subjetividad. Hubo un largo proceso judicial y ninguna condena para el escocés, quien nunca quiso hablar mucho del tema. Probablemente, en ese momento Jim Clark “no era nadie” y por eso resultaba muy fácil señalarlo.
Su vida cambio totalmente a partir del año siguiente. Se convirtió en un corredor excepcional, en un ganador neto y nato. Ya en el ‘62 peleo por el titulo mundial con Graham Hill hasta el final y en el ‘63 los paso por arriba.
Impuso un estilo conductivo y personal único; era el piloto de las trayectorias perfectas, el estudioso, el que no descuidaba ningún detalle. Su mente estaba concentrada en las carreras, cuidaba su físico con dieta y gimnasia, nada de alcohol, nada de trasnochar, de Lotus al circuito, del circuito a Lotus y de Lotus a casa.
Jim Clark fue un trabajador incansable e inagotable. Tenía una especial sensibilidad para transmitir su código de indicaciones a los mecánicos, y estos para ponerle el auto como el quería. Y así poder manejarlo siempre al limite, pero sin derrapes ni desubicaciones.
Jim Clark rompió con una serie de moldes. Es ese entonces, Indianápolis era el gran mito americano, la ruta prohibida para los corredores de Fórmula 1.
En 1963 le propusieron correr las 500 millas con un chasis Lotus tipo Grand Prix y motor Ford ocho cilindros varillero, de 289 pulgadas cúbicas. Muchos se rieron de su intento.
Con una paciencia increíble, hizo los tests de debutante y trato de aprender todo sobre el óvalo de Indiana. Hasta lo camino un montón de veces (en rigor a la verdad hacia eso en todos los circuitos).
Y cuando llego el día del debut, enmudeció a la tribuna cuando se planto a un ritmo que, a la hora de la verdad, resultaría demoledor.
Solo un “desangrado” (mejor dicho desaceitado) Roadster Otty manejado por Rutus Parnelli Jones y ayudado por luces amarillas, le pudo arrebatar una victoria que moralmente era suya, dejando atrás nada menos que al campeonisimo de los óvalos A. J. Foyt.
Dos años después, Jim logró la hazaña de ganar en Indy, y justamente delante de Parnelli Jones.
Terminado el ciclo de los monopostos de 1.500 cm3, Jim Clark tenia en 1965 dos títulos mundiales, un triunfo en Indianápolis y diecinueve Grandes Premios de Formula 1 ganados.
Ya se lo comparaba directamente con Fangio y se decía que era el mejor de todos los tiempos.
Pero lo más notable del caso es que Jim jamás se dejo llevar por esas “pavadas” y seguía trabajando como siempre. Nunca se lo escucho decir nada fuera de lugar, ni se agrando ni se achico frente a ningún desafió.
Siempre respetó a sus rivales dentro y fuera de la pista. El año 1966 marco otra etapa importante en la evolución de la Formula 1, porque los constructores enseguida empezaron a pedir el retorno de las grandes potencias y velocidades.
Entonces, de 1.500 cm3 se paso a 3.000 cm3, y eso descoloco a varias marcas, entre ellas Lotus, que debieron apelar a motores de ocasión. Ese año, Chapman echo mano a un “resucitado” BRM H16 con el cual Jim logró una victoria increíble el la ultima del año en Watkins Glen.
Pero la luz se haría con la aparición del Ford Cosworth V8, que le permitiría al escocés llegar al entonces récord de veinticinco Grandes Premios ganados.
La última obra maestra de Jim Clark fue la Tasman Cup de 1968, ocho carreras en Australia y Nueva Zelanda. Luego de un duelo excepcional, pudo batir al local Chris Amon que conducía la Ferrari Dino V6, y dejar atrás también a Piers Courage y Graham Hill.
El 7 de abril de 1968 empezaba en Hockenheim el Campeonato Europeo de Fórmula 2. En un día lluvioso y en el fondo del pelotón largaba Jim Clark. ¿Qué hacia en esa carrera un hombre de su nivel?
Pues lo que siempre había hecho en su vida: correr. Largo último y mal, pero igual venía a fondo. Su Lotus perdió la trayectoria y se estrelló.
Las hipótesis más fantasiosas se mencionaron en su momento. Ninguna pudo ser probada. ¿Falla técnica o error humano? Nadie lo sabrá.
Había muerto “el piloto”. Quizás hoy, a cuarenta y dos años, uno se replantee si realmente fue tan grande como uno lo sintió, sin televisión, admirándolo a través de fotografías, o comiéndose todas las crónicas de la época.