
El 27 de septiembre de 1925, en un rincón boscoso de la región de Eifel, Alemania se entregó a un sueño que parecía imposible: levantar una pista capaz de poner a prueba tanto a los autos más avanzados como a los pilotos más valientes. Lo concibió el ingeniero Otto Creutz, con la ambición de que no fuese simplemente un autódromo, sino una síntesis de todas las carreteras rurales europeas en un solo trazado. Apenas dos años después, el 18 de junio de 1927, el circuito de Nürburgring se inauguró oficialmente.
Rudolf Caracciola, ganador de aquella primera carrera, definió al trazado como “la montaña rusa más complicada del mundo”. No exageraba: el anillo completo sumaba 28,3 kilómetros, con un ancho de 6,7 metros y casi 180 curvas que trepaban y caían entre montañas, bosques y pueblos medievales.
La catedral alemana de la velocidad
Nürburgring no es un circuito más. Es, en sí mismo, un desafío existencial. Su nombre nació del castillo de Nürburg, una fortaleza del siglo XII que vigila desde lo alto la pista, como si recordara que la gloria y la tragedia son inseparables en la historia humana. En ese marco, el Infierno Verde, como lo bautizó Jackie Stewart en 1968, se convirtió rápidamente en la catedral del automovilismo alemán y mundial.
En los años treinta, dominar sus 22,8 kilómetros del Nordschleife (Anillo Norte) y sus 7,5 del Südschleife (Anillo Sur) era un pasaje directo a la inmortalidad. Los maestros de aquel tiempo recibieron un título propio: Ringmeister. Caracciola, Tazio Nuvolari y Bernd Rosemeyer fueron los primeros en ganarse ese honor, cada uno escribiendo capítulos inolvidables entre la niebla y los pinos de Eifel.
El regresos tras la Guerra y la era dorada de la F1
Después de la Segunda Guerra Mundial, el circuito quedó dañado y debió ser reconstruido. En 1951, la Fórmula 1 lo eligió como sede del Gran Premio de Alemania. Alberto Ascari se llevó aquella primera edición, y a partir de entonces el Ring fue parte central del calendario. Ascari, Juan Manuel Fangio, Stirling Moss, John Surtees, Jackie Stewart y Jacky Ickx se convirtieron en los nuevos Ringmeister. El circuito alemán era tan exigente que para ganar allí había que ser más que un buen piloto: hacía falta ser un gladiador.
Las 1.000 Millas de Nürburgring, las 24 Horas y otras pruebas de resistencia consolidaron su fama. Nadie podía proclamarse campeón del mundo, ni piloto completo, sin haber demostrado antes que era capaz de domar las curvas del Ring.
La cara oscura: El accidente de Lauda
Pero la misma grandeza del Nürburgring fue también su condena. A fines de los ‘70, los autos de Fórmula 1 eran cada vez más rápidos y la pista se volvía cada vez más peligrosa. En 1970, tras presiones de los pilotos, el GP de Alemania se trasladó a Hockenheim mientras se instalaban barreras y escapatorias. El alivio duró poco. El 1 de agosto de 1976, Niki Lauda sufrió un accidente casi mortal con su Ferrari en Bergwerk. Atrapado entre las llamas, fue rescatado por sus colegas. Ese día marcó el final del Nordschleife para la Fórmula 1: demasiado largo para cubrirlo con cámaras, demasiado riesgoso para los estándares modernos.
La reinvención del mito
En los años ‘80, parte del viejo Südschleife fue demolido para construir un circuito moderno de 4,5 km: el Nürburgring GP-Strecke, inaugurado en 1984 con una competencia ganada por un joven desconocido: Ayrton Senna.
Aunque seguro y adaptado a la televisión, nunca pudo reemplazar la mística del Nordschleife. La F.1 volvió en 1985, pero la asistencia fue pobre. Reapareció en 1995 como Gran Premio de Europa y, con distintos nombres -Luxemburgo, Alemania o Eifel-, se mantuvo intermitentemente hasta 2020.
Hoy, Nürburgring es mucho más que un circuito: es un laboratorio. Para las automotrices alemanas y extranjeras, probar un modelo en el Nordschleife es un rito de iniciación. Cada kilómetro de sus 20,8 actuales equivale, dicen los ingenieros, a 18 km de uso normal.
Allí se definen la durabilidad de frenos, la resistencia de chasis y la fiabilidad de motores. Al mismo tiempo, las 24 Horas de Nürburgring son una fiesta nacional: decenas de miles de fanáticos acampan durante una semana, iluminan la noche con antorchas y convierten cada curva en un carnaval de cerveza, fuegos y pasión mecánica.
El trazado sigue siendo un banco de pruebas que intimida. El récord absoluto de un coche de producción lo marcó el Mercedes-AMG One en 2024, con un tiempo de 6:29.090. Y aunque los superdeportivos eléctricos y los hypercars continúan desafiando esos límites, el aura del Nordschleife permanece intacta: quien logra un buen tiempo allí, conquista algo más que un registro; conquista respeto universal.
Fangio Reutemann y la huella argentina
Aunque está a miles de kilómetros de la Argentina, Nürburgring no tardó en convertirse en un lugar especial para los argentinos. Fangio protagonizó en 1957 una remontada épica. Detrás del volante de una Maserati el Chueco de 46 años les ganó a las Ferrari de Peter Collins y Mike Hawthorn en lo que muchos consideran “la mejor carrera de la historia”.
En 1969, la Misión Argentina llevó tres Torino al Maratón de la Ruta y logró la hazaña de desafiar al mundo en la pista más dura de Europa.
Años después, en 1975, Carlos Reutemann inscribió su nombre entre los vencedores de un Gran Premio en este escenario. Ya en tiempos modernos, José María López reverdeció esos laureles con sus victorias en el WTCC, confirmando que la bandera celeste y blanca tiene un lugar propio en el Infierno Verde.
Nürburgring no es solo un circuito: es un altar de asfalto y bosque donde el tiempo se detiene. Allí conviven el recuerdo de las hazañas de Fangio, Nuvolari y Lauda con los rugidos modernos de Porsche, Mercedes y Ferrari. Cada curva guarda un secreto, cada recta late como un corazón mecánico que nunca deja de bombear historia. Alemania le dio al mundo este templo de velocidad, y el mundo lo convirtió en mito eterno.
Porque Nürburgring no pertenece solo a un país, ni siquiera a una categoría: pertenece a todos los que alguna vez soñaron con domar lo imposible. Cien años después, el Infierno Verde sigue siendo la medida final de la valentía y la gloria. Y mientras el castillo de Nürburg observe desde lo alto, ningún rugido de motor se perderá en el silencio: será eco eterno en la catedral del automovilismo.
Fuente: Automundo

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